Para ellos era la gran fiesta del verano. Una disculpa perfecta para reunir en un recinto de unos 300 metros cuadrados a los que probablemente son los más ricos del planeta, familias con una fortuna que podría saldar la deuda externa de algunos países y con una capacidad sobrenatural para hacer gala de ello en cada uno de sus movimientos.
La disculpa, el acontecimiento que reunió la noche del lunes en el hotel Don Carlos de Marbella a lo mejor de la sociedad árabe, era el concierto del cantante kuwaití Abdel Meguib Abdallah, un intérprete melódico al que algunos definen como el Alejandro Sanz del mundo árabe y que, de no ser por la enfermedad del rey Fahd de Arabia Saudí, hubiera conseguido reunir en una sola noche (previo pago de una entrada que costaba entre 25.000 y 75.000 pesetas) a miembros de la familia real saudí, jeques, artistócratas y magnates que desde hace algunos años (y éste último parece que con especial intensidad) han elegido la Costa del Sol como lugar de veraneo y Edén (en el más estricto sentido bíblico) donde dar rienda suelta a placeres sensuales que en sus países están algo más que mal vistos.
Ya lo dice la publicidad, y Jesús Gil se encarga de recordárnoslo cada vez que los micrófonos se le acercan: «Marbella es un paraíso donde usted, yo y cualquiera en su sano juicio desearía no sólo pasar el mes de vacaciones reglamentario, sino el resto de su vida».
Para algunos (la mayoría) es una utopía o más bien un eslogan engañoso porque Marbella (como casi todas partes) es fantástica si uno es millonario, pero, si no, es como vivir en una pastelería cuando uno se ha propuesto embutirse en el tanga del año pasado, es decir un escaparate de tiendas caras (Donna Karan, Versace y Armani tienen aquí sus sucursales); coches buenos (después de un par de días uno ya ni repara en que acaba de adelantarle un Rolls Royce de coleccionista); chicas esculturales (de ese escaso tanto por ciento que, según la publicidad de Body Shop, para consolarnos, asegura que pueblan la tierra); y ostentación, sin pudor de ninguna clase, al que, decididamente, sólo pueden acceder unos cuantos.
Y da la casualidad de que, por cuestiones del reparto de la renta per cápita, la mayoría de los que se pasean con esos coches que uno sólo ha visto en catálogos y películas de 007, los que acompañan a rubias de metro ochenta, piernas de metro veinte, 55 kilos de peso y los que se comen todas las langostas que los mortales miran fijamente en los escaparates de los restaurantes suelen tener algo más en común: pertenecen a algún país árabe.
Pero la ostentación, el lujo por el lujo, la pasión por las marcas y los brillos del oro, los lamés y los descapotables relucientes que tanto deslumbran al resto de los veraneantes de una Marbella que si bien nunca se ha distinguido por su clase, ha ido perdiendo el toque estrafalario de algunos de sus habituales (las coronas de flores de Gunilla, el porte de aristócrata de cuento de Jaime de Mora o los devaneos exagerados del otrora playboy Espartaco Santoni felizmente casado y retirado de la circulación) por un panorama en el que se reúnen todas las facetas del mundo árabe.
Tradición y libertades
En el concierto de Abdel Meguib Abdallah se mezclaban en mesas contiguas familias en las que las mujeres se cubrían con el chador con otras (normalmente kuwaitís o libanesas) en las que ellas vestían con minifaldas de Versace, zapatos de plataforma y escotes con los que dejaban entrever esa generosa anatomía tan habitual en las mujeres árabes.
Licencias que, según explicaba Mey (una bailarina libanesa que acudía al concierto como inversión, «para hacer contactos» y que como algunas de sus compañeras de mesa estaban allí como elemento decorativo y postre para quien le apeteciera después del concierto) sólo podían permitirse porque estaban de vacaciones.
«Muchas de las mujeres que ves aquí, tan maquilladas y con vestidos ajustados, en su país jamás podrían salir a así a la calle. ¿Sus maridos? Si ellas van así es que son más o menos liberales y aquí, como están de vacaciones, las dejan».
Pero, de todas formas, aunque en el día del concierto de Abdallah y su orquesta la cuerda larga llegara hasta el punto de que había varias mesas de mujeres solas (no prostitutas) que se quedaron hasta el final del concierto, hacia las cinco de la madrugada, en Puerto Banús, la imagen de las mujeres cubiertas con el chador se ha convertido en algo habitual, que da lugar a situaciones cómicas, como encontrarse a jóvenes semiescondidas en esquinas, con el velo subido para poder comerse un helado, o estampas en los restaurantes más caros de la zona (a los árabes les encanta el pescaíto frito, y, según los camareros de Puerto Banús, Nabila Kashogui era una adicta a los chanquetes) de una misma familia repartida en dos mesas: una sólo para mujeres y otra de hombres.
Imágenes pintorescas que se combinan con otras más occidentalizadas, que normalmente suelen darse en Olivia Valére, la discoteca favorita de la juventud árabe en la que se ven grupos de chicos y chicas vestidos a la última, aunque lo más normal es encontrarse con chicos rodeados por nórdicas (sus favoritas) a las que contratan en agencias especializadas.
Chicas a las que siempre tratan con absoluta delicadeza (ya es clásica la anécdota de que los árabes cuando están en algún restaurante compran rosas a la florista para cada una de las mujeres que están allí) y que, suelen rodearles mientras bailan, siguiendo la costumbre favorita de Kashogui, que incluso llegaba a contratar a chicas para que únicamente hicieran top less en su piscina, como adorno o a las que llevan por sus cruceros por el Mediterráneo y van cambiando en cada escala.
La disculpa, el acontecimiento que reunió la noche del lunes en el hotel Don Carlos de Marbella a lo mejor de la sociedad árabe, era el concierto del cantante kuwaití Abdel Meguib Abdallah, un intérprete melódico al que algunos definen como el Alejandro Sanz del mundo árabe y que, de no ser por la enfermedad del rey Fahd de Arabia Saudí, hubiera conseguido reunir en una sola noche (previo pago de una entrada que costaba entre 25.000 y 75.000 pesetas) a miembros de la familia real saudí, jeques, artistócratas y magnates que desde hace algunos años (y éste último parece que con especial intensidad) han elegido la Costa del Sol como lugar de veraneo y Edén (en el más estricto sentido bíblico) donde dar rienda suelta a placeres sensuales que en sus países están algo más que mal vistos.
Ya lo dice la publicidad, y Jesús Gil se encarga de recordárnoslo cada vez que los micrófonos se le acercan: «Marbella es un paraíso donde usted, yo y cualquiera en su sano juicio desearía no sólo pasar el mes de vacaciones reglamentario, sino el resto de su vida».
Para algunos (la mayoría) es una utopía o más bien un eslogan engañoso porque Marbella (como casi todas partes) es fantástica si uno es millonario, pero, si no, es como vivir en una pastelería cuando uno se ha propuesto embutirse en el tanga del año pasado, es decir un escaparate de tiendas caras (Donna Karan, Versace y Armani tienen aquí sus sucursales); coches buenos (después de un par de días uno ya ni repara en que acaba de adelantarle un Rolls Royce de coleccionista); chicas esculturales (de ese escaso tanto por ciento que, según la publicidad de Body Shop, para consolarnos, asegura que pueblan la tierra); y ostentación, sin pudor de ninguna clase, al que, decididamente, sólo pueden acceder unos cuantos.
Y da la casualidad de que, por cuestiones del reparto de la renta per cápita, la mayoría de los que se pasean con esos coches que uno sólo ha visto en catálogos y películas de 007, los que acompañan a rubias de metro ochenta, piernas de metro veinte, 55 kilos de peso y los que se comen todas las langostas que los mortales miran fijamente en los escaparates de los restaurantes suelen tener algo más en común: pertenecen a algún país árabe.
Pero la ostentación, el lujo por el lujo, la pasión por las marcas y los brillos del oro, los lamés y los descapotables relucientes que tanto deslumbran al resto de los veraneantes de una Marbella que si bien nunca se ha distinguido por su clase, ha ido perdiendo el toque estrafalario de algunos de sus habituales (las coronas de flores de Gunilla, el porte de aristócrata de cuento de Jaime de Mora o los devaneos exagerados del otrora playboy Espartaco Santoni felizmente casado y retirado de la circulación) por un panorama en el que se reúnen todas las facetas del mundo árabe.
Tradición y libertades
En el concierto de Abdel Meguib Abdallah se mezclaban en mesas contiguas familias en las que las mujeres se cubrían con el chador con otras (normalmente kuwaitís o libanesas) en las que ellas vestían con minifaldas de Versace, zapatos de plataforma y escotes con los que dejaban entrever esa generosa anatomía tan habitual en las mujeres árabes.
Licencias que, según explicaba Mey (una bailarina libanesa que acudía al concierto como inversión, «para hacer contactos» y que como algunas de sus compañeras de mesa estaban allí como elemento decorativo y postre para quien le apeteciera después del concierto) sólo podían permitirse porque estaban de vacaciones.
«Muchas de las mujeres que ves aquí, tan maquilladas y con vestidos ajustados, en su país jamás podrían salir a así a la calle. ¿Sus maridos? Si ellas van así es que son más o menos liberales y aquí, como están de vacaciones, las dejan».
Pero, de todas formas, aunque en el día del concierto de Abdallah y su orquesta la cuerda larga llegara hasta el punto de que había varias mesas de mujeres solas (no prostitutas) que se quedaron hasta el final del concierto, hacia las cinco de la madrugada, en Puerto Banús, la imagen de las mujeres cubiertas con el chador se ha convertido en algo habitual, que da lugar a situaciones cómicas, como encontrarse a jóvenes semiescondidas en esquinas, con el velo subido para poder comerse un helado, o estampas en los restaurantes más caros de la zona (a los árabes les encanta el pescaíto frito, y, según los camareros de Puerto Banús, Nabila Kashogui era una adicta a los chanquetes) de una misma familia repartida en dos mesas: una sólo para mujeres y otra de hombres.
Imágenes pintorescas que se combinan con otras más occidentalizadas, que normalmente suelen darse en Olivia Valére, la discoteca favorita de la juventud árabe en la que se ven grupos de chicos y chicas vestidos a la última, aunque lo más normal es encontrarse con chicos rodeados por nórdicas (sus favoritas) a las que contratan en agencias especializadas.
Chicas a las que siempre tratan con absoluta delicadeza (ya es clásica la anécdota de que los árabes cuando están en algún restaurante compran rosas a la florista para cada una de las mujeres que están allí) y que, suelen rodearles mientras bailan, siguiendo la costumbre favorita de Kashogui, que incluso llegaba a contratar a chicas para que únicamente hicieran top less en su piscina, como adorno o a las que llevan por sus cruceros por el Mediterráneo y van cambiando en cada escala.
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